domingo, 3 de enero de 2010

Maestros JORGE LUIS BORGES & ALICIA JURADO


EL BUDA LEGENDARIO
El Bodhisattva nace en el cuarto cielo de los dioses. Elige a su madre, la reina Maya (la fuerza mágica que crea el ilusorio universo). En su costado entra un elefante de seis colmillos, con el cuerpo del color de la nieve y la cabeza del color del rubí. Al despertar, la reina no siente dolor ni siquiera peso, sino bienestar y agilidad. En el segundo mes de la primavera la reina atraviesa un jardín; un árbol cuyas hojas resplandecen como el plumaje del pavo real le tiende una rama; la reina la acepta con naturalidad; el Bodhisattva se levanta en aquel momento y nace por el flanco derecho sin lastimarla. El recién nacido da siete pasos. Familia de los Sakyas.
El príncipe se casa al cumplir los diecinueve años; antes debe ser vencedor en varios certámenes que incluyen la caligrafía, la botánica, la gramática, la lucha, la carrera, el salto, la natación y arco.
Diez años de ilusoria felicidad transcurren para el príncipe con un harén de ochenta y cuatro mil mujeres, pero Siddharta sale una mañana en su coche y ve con estupor a un hombre encorvado «cuyo pelo no es como el de los otros, cuyo cuerpo no es como el de los otros», que se apoya en un bastón para caminar y cuya carne tiembla. Pregunta qué hombre es ése: el cochero explica que es un anciano y que todos los hombres de la tierra serán como él. En otra salida ve a un hombre que la lepra devora; el cochero explica que es un enfermo y que nadie está exento de ese peligro. En otra ve a un hombre que llevan en un féretro; ese hombre inmóvil es un muerto, le explican, y morir es la ley de todo el que nace.
Esa noche toma la decisión de renunciar al mundo, le anuncian que su mujer ha dado a luz un hijo. Regresa al palacio; a medianoche se despierta, recorre el harén y ve a las mujeres dormidas. A una le babea la boca; otra, con el pelo suelto y desordenado, parece pisoteada por elefantes; otra habla en sueños; otra muestra su cara llena de úlceras; todas parecen muertas. Siddharta dice: «Así son las mujeres, impuras y monstruosas en el mundo de los seres mortales; pero el hombre, engañado por sus adornos, las juzga codiciables».
Ve a los ascetas que habitan en la selva; unos están vestidos de hierbas, otros de hojas. Todos se alimentan de frutos; unos comen una vez al día, otro cada dos días, otros cada tres. Rinden culto al agua, al fuego, al sol o a la luna. Hay quien está parado en un pie y hay quienes duermen en un lecho de espinas. Estos hombres le hablan de dos maestros que viven en el norte; las razones de estos maestros no lo satisfacen.
Siddharta se va a las montañas, donde pasa seis duros años entregado a la mortificación y al ayuno. No cambia de lugar cuando cae sobre él la lluvia o el sol; los dioses creen que ha muerto. Entiende, al fin, que los ejercicios de mortificación son inútiles; se levanta, se baña en las aguas del río y come un poco de arroz. Su cuerpo recobra inmediatamente el antiguo fulgor, los signos que Asita reconoció y la perdida aureola. Pájaros vuelan sobre su cabeza para rendirle honor y el Bodhisattva se sienta a la sombra del árbol del Conocimiento y se pone a pensar. Resuelve no levantarse de ahí hasta haber logrado la iluminación.
Mara, dios del amor, del pecado y de la muerte, ataca entonces a Siddharta. Este mágico duelo o batalla dura una parte de la noche. Mara, vencido, ordena a sus hijas que lo tienten; éstas lo asedian y le dicen que están hechas para el amor y para la música, pero Siddharta les recuerda que son ilusorias e irreales. Señalándolas con el dedo, las transforma en viejas decrépitas. Cubierto de confusión, el ejército de Mara se desbanda.
Solo e inmóvil bajo el árbol, Siddharta ve sus infinitas encarnaciones anteriores y las de todas las criaturas; abarca de un vistazo los innumerables mundos del universo; después, la concatenación de todas las causas y efectos. Y exclama:
He recorrido el círculo de muchas encarnaciones buscando al arquitecto. Es duro nacer tantas veces.
Arquitecto, al fin te encontré. Nunca volverás a construir la casa.
Siete días más queda el Buddha bajo el árbol sagrado; los dioses lo alimentan, lo visten, queman incienso, le arrojan flores y lo adoran. Llueve y un rey de las serpientes, un Naga, se enrosca siete veces alrededor del cuerpo del Buddha y forma un techo con sus siete cabezas. Cuando el cielo se aclara, el Naga se transforma en un joven brahmán que se prosterna y dice: «No he querido asustarte; mi propósito fue protegerte del agua y del frío».
El Buddha se encamina a Benares. Les muestra la Vía Media, que equidista de la vida carnal y de la vida austera, y les enseña la aniquilación del dolor por la aniquilación del deseo.
Al cabo de los años Mara busca de nuevo al Buddha y le aconseja que abandone esta vida, ahora que está fundada la orden y que ésta cuenta con un número suficiente de monjes. El Buddha le contesta que ha resuelto morir al cabo de tres meses. Escuchadas estas palabras, la tierra se estremece, el sol queda oscurecido, se desencadenan tormentas y todas las criaturas tienen miedo. La leyenda explica que el Buddha hubiera podido vivir millares de siglos y que su muerte es voluntaria. Se baña, bebe agua y se tiende bajo unos árboles para morir. Los árboles bruscamente florecen; saben tal vez que ese hombre viejo y tan enfermo es el Buddha. Muere acostado sobre el flanco derecho, la cabeza hacia el norte, la cara vuelta hacia el poniente. Entra en el éxtasis y muere en el éxtasis. Muere al anochecer, en esa hora en que parece fácil la muerte. Antes de entregarlo a las llamas lo honran con danzas, elegías y juegos que duran seis días. El séptimo colocan el cadáver en la pira; cuatro, ocho y dieciséis personas tratan en vano de encenderla; finalmente sale una llama del corazón del Buddha y consume el cuerpo. Una urna recibe los huesos calcinados, sobre los que se vierte miel para que ninguna partícula se pierda. El conjunto se divide en tres partes: una para los dioses, que la guardan en túmulos celestiales; otra para los Nagas, que la guardan en túmulos subterráneos; otra para ocho reyes, que edifican en la tierra ocho monumentos, a los que acudirán generaciones de peregrinos.

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